

Es retiren les darreres llums. Pront abasto ca teva sota l’enllumenat subtil de fanals que mitiguen la negror. Ho faig acompanyat del capvespre. Entretant aflueixen mots: paraules que amollen el pensament; aücs audibles entre les costures del silenci embastat amb fils de plata, torna a la terra el cos finit.
L’essència, presencia diferent, s’esmuny per l’arc de volta a contrallum infinita i es perd inabastable paral·lela a la reminiscencies lumíniques: lluentons incrustades a la foscor.
Llueve. Es una lluvia pausada. Intermitente. Saltimbanqui y curiosa. Hija de un cielo gris. Repica contra el alféizar de la ventana. Cada gota estalla en partes menudas. Salpica los cristales de los ventanales de átomos acuosos tras el choque. De manera parecida sucede en charcas junto a olivos: concavidades expresas para retener agua de lluvia. Allá son anillos concéntricos. Ondas que nacen de impredecibles centros y que viajan hasta cercanas orillas calizas. Pequeños tsunamis que raudos y ordenados se desplazan como anillos de agua.
Siento la humedad abrazar la tarde; palpitar su corazón vívido; la pesadez de las moscas; caer la luz y desarrollarse el trueno hijo de una luminiscente espada caída del cielo. Por un instante todo es ruido. Todo quema. Arde. Me sobrecoge; aún más el refulgir.
Ahora, en este momento, todo viste de silencio, se apaga y se prende.
La casa labriega teñida de blanco arde de humedad, humean sus paredes que palpitan con esplendor. Cobija. La encuentro al morar en ella.
“Todo está mal. Pero yo estoy bien porque te amo y estamos juntos. Te escribo esta noche”.
“Insha Allah”(si Dios quiere), responde Ahmad.
(…)
“La mujer con la que tengo que casarme por videollamada está en Gaza”, explica Ahmad a sus amigos.
(Khulut, la mujer, está en Gaza, sola y sin batería).
(Extracto de un texto de María Ferreira para un periódico. Hebrón. Cisjordania)
Se dan certezas que la vida se lleva por delante. “Te quiero siempre. Siempre”. No acostumbra a materializarse. Siempre, es una palabra exigente como lo es paz o guerra. [Luego de la ocurrencia seguro que bombardeos].
La guerra anula la capacidad humana porque la transforma. [Caen más bombas de artillería pesada]. Allí la lluvia es de metralla. Gaza está bajo un
Deambulan las sombras con el alba mientras los últimos luceros de la noche se apagan. Un mutismo que se acerca a ser un matiz oscuro, revienta la madrugada y pone en evidencia los últimos estertores del sueño.
Unos ojos grandes y abiertos como platos níveos dejan entrar a través de sus pupilas una luz residual.
El día camina a paso lento, inseguro, lleno de dudas y remordimientos que lo conducen hasta el último cielo.
Duda cuando camina pero se me da que le hace más humano, pero un humano a lo mejor hasta inseguro porque vivir no cultiva nada de cierto.
Cambia. Todo muta. El día, la noche, absolutamente todo. Y consciente, al pensarlo, le sumerge en la inquietud más oscura del alma que solo clarea cuando comparte la luz que aún arde dentro de su esencia.
Tarde blanca. Luminosidad saturada por poniente. Zarca y definida por naciente. Ahora la brisa cabalga a lomos del cielo. Alea y se alza sobre el mundo. El tiempo se desvanece. Entretanto, las parsimoniosas agujas giran el carrusel del tiempo.
La mañana queda atrás. El crepúsculo vespertino por delante aún no alcanzado. Las sombras se tornan largas. Indiferentes alternan entre movimiento y quietud. El sol se viene abajo desde su zenit para ocultarse sin pausa tras el confín.
La parsimonia manda, los instantes menudean y la vida ronda.
El ruido sordo del silencio y la sombra amiga entran en la casa labriega. Se alargan como alas de sombras del otoño. Todo es cambio. Incluso el sosiego se transforma para ser diferente. La luz, el tiempo y la penumbra.
Son un poco pasadas las cinco según el reloj de pulsera. No acostumbra a mentir. Acaso enmudece si no vigilo la carga. O sea, que se echa encima la tarde.
Avanzado el mes de septiembre, afuera permanece más apagado como resultado del azimut del sol, excepto el rumor entrecortado de una brisa imperceptible cuando refuerza su aliento o algún que otro ladrido de esos que hace que se te lleve el diablo si se extienden en el tiempo. El címbalo todavía prende en llama y domina, aunque no es tan eminente la acometida.
La primera puerta de la casa, la principal, acristalada, y de madera de pino pintada de esmeralda, permanece más que entreabierta para que ventile porque hace un calor inusual. La segunda, a modo de cancela y levemente distanciada de la de color esmeralda, de metal, blanca, y provista de lamas de igual color, con cierto deje mallorquín, cerrada, permite que se cuele la claridad y el aire entre las lamas de metal del mismo color que la casa.
“¿Quién es esa chica de Londres? ¿Es real?”. Al final del libro descubro que…
Hace muchos años que leo. Quizá no tanto como quisiera porque mi lectura es lenta, y a veces llega a derretirse como un ocioso helado en la mano.
El dolor causado por el azote del tiempo sobre la espalda de la memoria, acostumbra a velar el recuerdo. En mí caso, el que intento guardar de lo leído que se entremezcla con otros también humanos. Hablo de vida gastada, por supuesto. No todo son libros.
Acaso ni hayas oído hablar de quién te escribe y en cambio, a lo mejor, nos leemos mutuamente sin saberlo. O yo a ti. Ni que sea por chamba. ¡Qué cosas tiene la vida si nos paramos a pensar! Aunque lo que acabo de manifestar (que no hayas oído hablar de quién te escribe) puede tratarse de una conjetura sin fundamento sólido, ya que podría darse el caso de que supieras de mí por lo que te hayan podido contar los demás. O al revés. Pero aún así, lo que he expuesto, genera mis dudas.
Pareix que s’atura el rellotge. Entretant l’eixida de sol succeeix. Clarejan els ulls plens de nit. Abasten amb escreix la grandària planetària de ma cambra. Llavors, esdevé un univers de mots alineats on fondeja cada paraula amb ancla passatgera paradoxalment al blanc sostre. “ Renoi, Què petit que sóc!”
No puc albirar aquella victòria de corsec.
Creix el dia, i s’amuntega hora rera hora per colapsar al seu fardell d’embolcall d’arpillera. S’escurça el temps. Muta. No sóc el mateix. I no era cert, més aviat minvava aquell desert fosc poblat de perles brillants com cossos celestes.
El darrer estel del crepuscle matutí, mandrós, queda eclipsat per la claror d’un temps ostatge: l’ara. Tanmateix present com emunyedis i regal alhora. Vist i no vist per fer-se costerut percebre-ho. El trenc d’alba ha sobreviscut res, amb celeritat ha esdevingut suspir, gemec. Al llindar d’un estertor de mort abans respir de vida. Dic que és un passavolant. Un batec. Malgrat tot la claror empeny. I la calor d’igual manera. La lluna s’arronsa. I la foscor, s’esvaeix. I es que si parem atenció tot és de la mida d’un instant. No hi ha més. Moment, més que mai.
Me dispongo a tomar el tren en la estación de las palabras. La llamo así porque hay una reputada librería cerca. Nuevamente el pedigrí eleva el valor de lo que sea, de los libros en este caso, hasta las alturas del esnobismo.
Agosta, y por lo tanto el clima, y ahora mismo la sutil brisa veraniega, es sofocante en la calle relegando la dureza del firme de las calzadas; y en las aceras, donde parecen estar clavadas las farolas y cavados los alcorques desde donde se yerguen los troncos de arboles, sucede que se funden las suelas de goma del calzado, y se soporta sobre los hombros, con rigurosa obligación, la canícula, y lo que daba por insoportable: la pesadez de los rayos de sol de media tarde que acuden como moscas sobre la dermis.
Uno se transforma en nada ni nadie bajo su rigor y aparenta, a lo mejor, renacer cuando alcanza la indulgencia del cobijo gris de cualquier sombra, sobretodo arbolada antes que edificada. Así que resuelvo que prefiero que
De nuevo, he seguido los pasos de los peregrinos hindúes y budistas que, desde la noche de los tiempos, remontan el valle del Marsyangdi a lo largo de la imponente barrera de los Annapurnas para cruzar el Thorong La (5.416 m) y luego descender al santuario de Muktinath en las inmensidades desérticas de Mustang. Cruzar un paso es siempre una experiencia espiritual intensa, que combina el desafío físico de perder el aliento con la promesa de un nuevo horizonte que se despliega ante nuestros ojos maravillados.
Muktinath es uno de los lugares más sagrados de Nepal, donde los hindúes acuden a venerar a Vishnu con la esperanza de ser liberados del samsara, el interminable ciclo de renacimientos que les ata al mundo. Antes de entrar en el pequeño templo, se purifican con agua de ciento ocho manantiales y se sumergen en dos piscinas heladas. La gloria del santuario fue cantada en el siglo VIII por Thirumangai Alvar, uno de los santos del país tamil, y en verano uno puede encontrarse con devotos que no han tenido miedo de recorrer los tres mil kilómetros que separan las abrasadoras llanuras del sur de la India de las vertiginosas cumbres del Himalaya.
Cerca del templo también hay monasterios tibetanos donde los budistas acuden a adorar a Avalokiteshvara, el Bodhisattva de la compasión infinita, con su mantra "Om mani padme hum" en los labios, describiendo con la imagen de la "joya en el corazón del loto" el despertar espiritual al que aspiran. En un intenso fervor religioso, el paisaje es impresionante. Al ritmo de los címbalos, las volutas de incienso vuelan en el viento, llevadas con gracia hacia la cara inmaculada del Dhaulagiri.
El tiempo sucede entre la mente, el corazón y el misterio. En ocasiones se torna rabión cuando desciende por el congosto de la realidad como consecuencia inmediata de la estrechez de miras de la existencia.
La tenue luz del crepúsculo vespertino, aún en camisa de dormir ésta, crece engendrada por silencios a veces quebrados por discretos sonidos que distraen, siquiera por un momento, el espíritu. Me recojo sin más en su naturaleza quieta y paro un discurso.
Quizá nada tenga sentido si no se lo damos. Ni siquiera la vida si te paras a pensar, claro. Pero con independencia de que se lo otorguemos todo sigue, sigue y sigue. Es un viaje de ida y vuelta donde uno se transforma y nada se detiene. Llegaré al mismo lugar pero nada será igual; mi cuerpo y mi alma tampoco. Y de repente ese “todo” que creo tan poco alterado, parece elevarse hasta lo más digno; y hasta llega a quebrar el vacío amenazando alborotar el reposo que corretea por dentro. No obstante el silencio y la quietud en toda su vasta extensión, vuelven como las ondulaciones del océano.
Mas la luz recién emergida, hija de la luna y el sol, calmada, alargará su labor hasta hacerse adulta al mediodía para después menguar. Prosperará y se hará a sí misma sin más siguiendo solo un arco, únicamente deteniéndose por un instante en su cenit. Y es cuando uno, animado en parte por esa voz grave de la mudez y la agudeza del vacío contemplativo, tiene un encuentro duro y blando a la par, como el de la arena y la roca con el mar. Y lo experimenta hasta que llega a ser suficiente para silenciar el chapoteo de la orilla un día de superficie espejada o encrespada por la monótona brisa.
Entonces suceden las horas, la olas vagabundas y las nubes nómadas, como una procesión sin limite, interminable e intermitente a pesar del contorno: esférico del reloj; plano y blando, el de la arena; duro y alto, el rocoso; o de vaporoso algodón, el de la nube.
Y es que todo perfil queda definido sin importar demasiado su esencia.
Se repite un amanecer propio de este litoral.
Todo está mudo en este mundo y en alma a esta hora tan temprana. Los colores emergen, entretanto el sol parece estar a flote sobre el confín que se perfila más allá de la escollera de levante.
En la cala de l’Alguer, mientras la población costera en donde se circunscribe bosteza, un alma camina sobre la arena y tallos de posidonia que se reparten por la orilla. Cumple con una costumbre.
En lo alto, unas casas bajas, encaladas y estáticas, parecen observar. Las hay más altas, que abren las balconadas hacia el mar, imitando a un ave pelágica al batir sus alas de persiana de lamas contra las paredes; dejan luego escapar el brillo resuelto de sus ojos, las lunas; y simbolizan los balcones picos, aunque cortos, igualmente angulosos.
Cerca, una suerte de vacío se abre bajo los saledizos suspendidos y altos de construcciones más recientes que coexisten igualmente con la ensenada. Lo hacen a modo de atalayas. No obstante, son gigantes aún ufanos y ociosos tras la primavera. O quizá los que moran extiendan el reposo desprovistos de horario. En todo se distingue la cicatriz del tiempo.
Aún así, la luz del sol mediterráneo, audaz e implacable, insola la fachada que devuelve como un frontón la pureza del blanco a los ojos.
El mar, aunque ondulado por el trasiego de ínfimas olas, causa impresión de fijeza. La superficie casi espejada, se manifiesta como cobalto enfriado y solidificado en el molde del fundidor bajo la luz primeriza.
Las aves, silenciosas ahora, unas por estar entregadas de manera inequívoca al asueto, permanecen posadas sobre la superficie del agua a modo de bajeles a la deriva; las otras, erguidas sobre sus patas, en las rocas y en la arena, expectantes. Sin embargo todas afines al colorido azul errante del agua, al irisado del fondo, al gris arraigado de la pétrea y estática escollera y como contrapunto, al fulgir dorado de la arena.
Las hay que de súbito, sin ninguna razón aparente, salvo quizá atraídas por un bocado, inesperadamente levantan el vuelo. Parecen, entonces, cortar el aliento matutino del paisaje.
Y es la prematura luz matinal dotada hoy de un cierto aire obsolescente, consecuencia de una calima, la que se apacigua con un destello un tanto esquivo sobre el mar.
Alguien, entregado al hábito de vagar por la pequeña ensenada sin hacer nada más en concreto que encontrarse con un viejo amigo: el tiempo, al que había perdido, se zambulle al poco en las aguas con afán, pero llevando la mirada antes a distinguir el desigual color de los guijarros que yacen sobre la orilla dorada velada en ocasiones por alfombras de posidonia.
La cala, en su frente, se abre hacia el horizonte balear; y en su espalda, traza una honda concavidad que se ataluda bajo el paseo. Delante de la bocana, pero ya en mar abierto, se distingue una marca: una boya de color amarillo.
El alma ya bracea con calma hacia ella. La alcanza tras un intervalo de tiempo incierto. Transcurrirá desigual para el observado y observador. Se amarra a la marca con facilidad pasmosa valiéndose de un brazo. El otro lo desplaza sutilmente entre dos aguas para procurarse equilibrio. Da una tregua al aliento así, amarrado. Parece una maniobra ensayada mil veces. De repente se suelta sin más.
Ya de vuelta a la playa repite el braceo con la cabeza medio sumergida.Toma una bocanada de aire entonces. Respira. La hunde. Luego, expira... Una y otra vez repite el mismo patrón. Se detiene. Observa. Con la vista a ras de agua como un náufrago y estático, se le antoja renovada la percepción de la misma realidad fondeada lejos. Inerte.
Y es que el mundo se ve distinto observándolo desde el mar. Y uno más pequeño, casi rozando la nada.
Noche oscura. Alma cerrada, sin luna. La luna no miente. Canturrea el fulgor de las estrellas. Cierra la brisa. El cricri de los grillos coquetea con el canto de las aves nocturnas entre ramas. Abren las alas los ladridos. Y sucumbe el alma en el abismo de las tinieblas. Bate el pensamiento. Se extiende la mudez. Y finalmente se libera la palabra de la anomia junto a todo ese escenario dulce que embriaga.
Se encierran silencios. Vuelan pensamientos. Se inician. ¡Ya está!, la vida vuelve. Los primeros compases de la soledad se suceden cual recuerdo; nacen y se desvanecen como notas al viento. Se depuran y afinan los pensamientos. Siente. Presiente. Hasta persiste entretanto hago y deshago. Así, despacio, junto a un lápiz y un cuaderno, reposa la ingrávida palabra sobre la estepa blanca y rayada.
La noche. Negrura intensa. Azabache en los confines. Esencia cerrada sin luna. Astros vacilantes. Titilan. Sucumben. Agonizan. Fenecen contra una densa opacidad escrita con parpadeos monolíticos en lo alto y próximos, como los elementos del mismo granito.
Enjuta como una caña me habla así, doblada. Irremediable delgadez flexible que se torna vertical cuando se libera. Que no se rompe, que se arquea, cede y dobla si acaso hasta el crujido. Llega así el quejido consecuencia de partirse más tarde. La rotura. Se manifiestan los primeros estertores que ponen fin a una vida altiva hasta que todo vuela fugaz y etéreo como el alma. Se ausenta, sucumbe y se astilla. La vida, ¡ ay la vida!, la esencia, la existencia, el alma, todo gira como la tierra, el mundo, el tiempo. ¡Cambio!
Una oscuridad macular se sincera en todo su monótono matiz. Sin luna. Negra, densa, aunque rayada por la vía láctea y absolutamente moteada por cuerpos celestes se postra sin mundo. Regenerada. Venerada. Obsolescente, caes sin miedo y me cubres con tu manto hasta confundirme con idéntico bardo tarareando una dulce nana silente. Me abandono. Aparto la mirada. Cierro los ojos hasta que no soy nada.
Llueve. En estos momentos se deja una tormenta que se cuela entremedio de los dedos de un plúmbeo crepúsculo . Se oye claramente y sin prestar atención la percusión sorda de las gotas de agua al golpear la tierra.
Ahora se descuelgan centelleos. Señales del cielo como breves luces que foguean una atmósfera densa y lenta, casi divina. Al rato, llega puntual la prisa del rayo y se escucha claramente un canto atronador pausado por el equilibrio del tiempo.
Hoy cae la noche antes y lo hace colmada de misterio. Húmeda. De timbre grave. El tiempo parece ralentizarse, incluso la vida.
Llueve rápido ahora; a intervalos se deja lenta. Densa en todo caso. Cual cortina tupida.
Cae un agua pesada como cristales de osmio, con vigor y sin tregua. Insistentemente. Más cargada que en ocasiones los aconteceres de la propia vida. Luces y sombras.
Durante este crepúsculo, los verdes desiguales de las hojas se tornan suavemente grafito. Lentamente, tienden a su infinito oscuro hasta uniformizarse desentendiéndose del arcoíris previo que les brindaba un esplendor iridiscente.
Pero cae la tarde sin pausa como lluvia del cielo. Como llanto ajeno ahogado por estruendos certeros, sordos y lejanos. Como el tiempo, como nada y como todo.