De vueltas estoy sentado en la butaca de un tren que me lleva a ninguna parte. Mirar a través del cristal de una de las ventanas del vagón que se abren al mar resulta, cuanto menos, una experiencia vital casi mágica. Inolvidable. No me confieso ilusionista, sino mejor un privilegiado espectador. Y lo reconozco de manera llana por el mero hecho de gozar solo contemplándolo. Un vulgar ilusionado puedo llegar a ser.
Y es pronto por la mañana cuando curioseo el confín y escribo sobre la experiencia, de cómo el sol se entretiene tangenteando el horizonte. Entretanto el tren se desliza con disimulado traqueteo sobre un camino invariable y paralelo de traviesas de madera, rieles de hierro y todo recostado sobre un balasto pétreo, basáltico y granítico. Poco más tarde, entre bostezos, el astro rey decide alzarse sobre un plano etéreo, azul, quieto y amable. Brillos. Reflejos. Luz. Ponto. Añil.
Y es en la misma línea, donde mar y cielo acuden para diluirse, cuando sucede un choque de azules. Y en consecuencia una explosión de luminosidad y gamas de color que lo inunda todo, hasta el más hondo pensamiento que se extravía con el pretexto de mendigar tan solo una mirada.