como a un viajero de la mano de su sombra. Un recuerdo, una idea,…, y el presente retumba en la mente del caminante solitario desgranando sus pensamientos, y deconstruyendo la muralla que lo fortalece y protege de casi todo, porque ya no hay nada que proteger. Luego a cada paso acepta, crece, e inicia un diálogo con el otro, que resulta ser él mismo. Cuando se produce esa fragmentación, la soledad despliega ese sentido pleno de libertad flexible como un junco, como oportunidad de ser mejor y paradójicamente de compañía. Y es esta soledad positiva, vital, la fiel amiga existencial, la que se encuentra en las antípodas de una soledad social que el pensamiento vigente suele identificar como marginación y fracaso. En consecuencia, nuestro otro «yo» se convierte enseguida en amigo, admirador, crítico y hasta en las voces de la conciencia e intuición de nuestra soledad y silencio. Y es, por supuesto, ese otro compadre que anima en los momentos bajos y tira del caminante.
Pero llega un momento que se retira discretamente en la sombra del peregrino, cuando la situación reclama más atención y energía. Es del todo prudente. Entonces la división interior se vuelve de una pieza y se establece un silencio monolítico. Superado el sobresalto se inicia de nuevo el diálogo. Gracias a su propia consciencia, la soledad enraíza al individuo a su identidad y lo dota de autosuficiencia.
Hoy, lamentablemente, el caminante solitario se ha convertido en una rara avis en peligro de extinción o mejor, de exclusión. La obsesión socializadora espoleada por la época de la hiperconexión de las redes sociales, fomenta la creación de grupos alrededor de cualquier actividad, interés y afición, apagando por lo tanto el retiro y la discreción. El silencio personal, contemplativo e introspectivo, se encuentra devaluado en el mundo que nos ha tocado vivir, dotando a su vez de un ruido colectivo que inhibe el conocimiento propio, el lazo con el auténtico sentido de libertad. La fuerza expansiva de las redes ha ganado la batalla de momento, que no la guerra, aunque puede que esté en lo cierto si suscribo que hoy ya es el rasero de todas las cosas. Pero sé que muchas veces la libertad no quiere decir abandonar, sino mejor dotar de sentido a la soledad y el silencio que descubrimos.
Tal y como sugiere R.M. Rilke, quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que están esperando a vernos por una vez hermosos y valientes. Quizá tenga razón. ¡Ojalá!