Sus gentes madrugan para ofrecerme otra clase de meditación: su labor. Eso también es atención. Al salir de la casa labriega después de ese instante, todavía no ha dejado su ronda la nocturnidad, todo y que sorprende un cielo que clarea allá por el este. Las estrellas son todavía testimonios vivos. En consecuencia siento resucitar la vida en la tierra mientras intuyo que gira y gira bajo mis pies en un viaje cercano a lo inacabable.
Pero hoy se me hace que el clarear es diferente. Posiblemente porque se convertirá el último día del año, algo cercano en su metáfora a una última estación de tren. Entonces, en el cielo del pensamiento se ponen de manifiesto muchas cosas y un servidor suele hacer balance de lo bueno y malo.
Esa experiencia me suele ser útil para el próximo curso y, aunque retrasada, a punto siempre y cuando, eso sí, no me la deje en el tintero como a veces me sucede cuando se me repite una experiencia. Uno quiere ser perfecto y a veces se olvida de que solo es perfectamente humano. Y es que en esa humanidad reside todo, lo bueno y lo que no es tanto, porque siempre se da así. Porque cualquier circunstancia forma parte de un “todo”.
Ahora se acaba de retirar la última penumbra y la incipiente luz comienza a colorear el exterior de la casa blanca. Entretanto, su interior amable me cobija para que escriba estas líneas. A mi vera hay algo que me tiende su mano para que le ponga punto y final. Sospecho que se trata de una vieja conocida: una fecha. Pero irreductiblemente se estrenará otra, para los que han sido buenos y para los que no hemos sido tanto. Al fin y al cabo la vida que tiene que ver con lo humano se me hace, como he asegurado, imperfecta y diferente para cada cual. Eso sí, acercarme al confín de su perfección (si es que existe) se me hace una cuestión solo mía.
Me digo una y otra vez: “se bueno”; y me respondo: “para aproximarme no hace falta ser el mejor”.
Y es que estoy seguro de que la bondad debe de tener que ver en todo caso con otro aspecto.
¡Feliz año nuevo!