
Afirmaría que son exactamente iguales sus claridades opuestas por los matices del tiempo. Pero debo de confesar que, independientemente a la similitud, encuentro que es diferente respecto, por ejemplo, a la de ayer, puesto que valoro también la posibilidad de que tampoco yo sea el mismo, aunque mi nombre permanezca inalterado y no responda a otro.
La escena me saca del rastrojo y me arroja a razonar que llego a ser, tal vez, ese alguien que no conozco apenas. A lo sumo el que igualmente me habla sin yo verlo. El que a veces visito y otras me olvido. El que calla paciente cuando mi voz atenúa la del momento para vibrar e imponerse. El que merodeo por donde no estoy. El que impacienta a la propia sombra. Quizá una esencia que quede en pie, a la manera de un ciprés de cementerio uniendo tierra y cielo, cuando yo muera. El amigo que me escucha atento cuando estoy solo. El que se muerde la lengua cuando lo ninguneo. Tal vez el que me cede su aliento sin nada a cambio para seguir viviendo. El que me juzga a diario. El que me corrige. Incluso el que me alaba y da esperanza. Y el que me acompaña siempre que doy un paseo como una sombra honesta que es a mi lado.