
suelo y el follaje, se proyectaban sobre la tierra por medio de falsos reflejos que no eran más que sombras.
El zumbido cansino de unas moscas que tentaban reconocer atolondradas su camino al exterior por entre los cristales nítidos, se desorientaban yendo a parar al suelo a causa del porrazo ganado tras cada ensayo y convertían, si cabe, en más opresiva la calma.
El ordenado silencio se asemejaba al legado de una promesa lejana.
En el centro de la estancia, apoyada contra una pared medianera, el hogar continuaba apagado. Ni un rescoldo de la noche seguía vivo. Únicamente un pedazo de tronco sin quemar, a modo de testimonio del infierno que había sido hace horas, descansaba sobre un tapiz de ceniza blanca que podía confundirse, bien mirado, con una estepa nevada.