
Aquí, en la morada blanca, me guardo. En este lugar edificado sobre pedruscos escribo, observo, reflexiono, comparto, me alimento, apago mi sed, vivo y muero. Tolero, soporto, amo, me alegro y a veces me lamento. Aquí comprendo esos sonidos del viento, aquellos que el otoño y el invierno acallan el sosiego por medio de un singular bullicio. Y me siento a charlar silente con la sombra que me ronda.
Aquí, es este apartado lugar, durante casi cada latido del crepúsculo, distingo las luz dorada del cielo como llueve hiriente con esa pachorra que contagia; llueve radiante hasta convertirse en un halo mágico y claro que se entretiene acariciando las copas de olivos y almendros antes de impregnar de luminosidad la tierra calcárea y sedienta.
Entretanto, el viento peina el follaje de los árboles a la vez que el alma.