
La cordillera del Himalaya, vestida de un blanco perpetuo, priva la visión más allá de su propio horizonte y convida a estar en silencio. Y es cuando el tiempo se detiene entretanto observo, una a una, sus cimas más agudas y escucho a la brisa susurrarme que no soy nada.
Y nada es lo que parece ser.
Así son las cosas, que parecen otras, excepto este paisaje que acepta ser casi lunar.
En el valle, el río Narayeni, algo perezoso consecuencia de su poco gradiente y que llega de lejos: Un cordón de plata que ata a la tierra las cumbres encaladas, inertes y señoriales que sueñan echar el vuelo como aves.
El alma se pasea quieta de tanto camino andado. Los pies, polvorientos, casi descalzos, rodados, son semejantes a alas al viento.
Vago por este paraje que ni siquiera es de nadie.
Nada, ni siquiera la luna oculta que vela a monasterios y a puentes tibetanos que unen orillas divididas por el cauce del río, puede al fin libre, a la árida ligereza y solidez de Mustang.