Éstas, a modo de filtro, tamizan la luz del sol al estrellarse contra ellas, evitando el envite directo rompiendo la extravagancia, pero en cambio es transigente con el aire que acepta que pase entre las láminas estrechas. En un lateral del soportal en donde anclan las dos puertas, se pega ahora mismo un dragón. Contrasta sobre el blanco de la casa labriega porque este es mayormente de color gris oscuro. Se mueve pero no demasiado. Al fin se esconde entre el bastidor de la puerta metálica para desaparecer.
No hay nadie en la casa. Mi alma y basta. Y no lo digo porque sea suficiente, mejor escasa. Pero es en la limitación que me muevo hace algunos años y no precisamente por la escasez que obliga, sino mejor por algo impuesto por la libre voluntad en aras de cambiar la vida. Desde hace tiempo cargo con la sencillez con el fin de transformarme en más simple.
Laboran sin piedad los pensamientos. Enfilados como perlas de un collar, erre que erre, intentan captar la atención de la mente que escribe. Pero la mano agarrada al lápiz sigue rayando la blanca estepa.
De repente, algo que no es la brisa del exterior se desliza entre las lamas metálicas. Es corriente y luz a la vez. Nada superfluo. Una vez dentro coge lentamente volumen, forma. Se erige a pocos una figura que raya lo humano pero más cercana a un dios. De repente comprendo que es un ángel el que irrumpe en interior de la casa y me está hablando. Lo conozco. Es el ángel de la guarda que protege la vida. Entablamos una conversación afable y le agradezco cuánto hace por el espíritu.
Me levanto. Tropiezo. Evito la caída no sé cómo. Voy a por una taza de té y, de vuelta, doy cuenta que ya se ha ido. Ha sido una visita corta, pero suficiente para saber que sigue aquí conmigo.