
Llueve. Es una lluvia pausada. Intermitente. Saltimbanqui y curiosa. Hija de un cielo gris. Repica contra el alféizar de la ventana. Cada gota estalla en partes menudas. Salpica los cristales de los ventanales de átomos acuosos tras el choque. De manera parecida sucede en charcas junto a olivos: concavidades expresas para retener agua de lluvia. Allá son anillos concéntricos. Ondas que nacen de impredecibles centros y que viajan hasta cercanas orillas calizas. Pequeños tsunamis que raudos y ordenados se desplazan como anillos de agua.
Siento la humedad abrazar la tarde; palpitar su corazón vívido; la pesadez de las moscas; caer la luz y desarrollarse el trueno hijo de una luminiscente espada caída del cielo. Por un instante todo es ruido. Todo quema. Arde. Me sobrecoge; aún más el refulgir.
Ahora, en este momento, todo viste de silencio, se apaga y se prende.
La casa labriega teñida de blanco arde de humedad, humean sus paredes que palpitan con esplendor. Cobija. La encuentro al morar en ella.