

Madruga el insistente canto del gallo. Nace con anticipación exquisita al nuevo día; casi una costumbre. Entretanto, revientan el horizonte los primeros colores vivos, bulliciosos y alegres del alba. Es ese instante anaranjado, rojo y azul, donde la densidad oscura sucumbe bajo el hechizo de la luz y en consecuencia la noche se desvanece acompañada en toda su transición de una musicalidad que deriva hoy de circunspectas y crepusculares aves. Aguzo el oído y sobresale, entonces, entre olivos y almendros, una voz característica, inconfundible y nítida, que atribuyo sin duda a la de un búho altanero oculto entre el follaje y la ya mermada, en parte, negrura residual.
Una vida nómada no acostumbra a aceptar lo accesorio. Las posesiones son proclives a anclarnos a un lugar porque su peso dificulta el movimiento. Por eso para un nómada nada superfluo puede ser admitido.
En consecuencia es obvio que en esta vida todo lo prescindible dificulta el movimiento, no lo facilita; entonces solo lo liviano, pero también debo considerar la condición de tener una mentalidad alada para producir el cambio.