

Unas escaleras angostas, sin mainel, y que sobrellevan con el paso del tiempo la naturaleza imperfecta de los encalados sin ser un inconveniente, todo lo contrario, cronificando su estética, me invitan a remontarlas.
Sucede entonces que los peldaños me ascienden hasta el mismo cielo. Deduzco que estoy siendo un exagerado y que a lo sumo me aúpan hasta muy cerca de él. Me recomiendo que no hay que hinchar tanto la imaginación, ni siquiera bajo la nocturnidad.
Ya más alto, desde la azotea descubro entonces las estrellas sobre el lienzo mulato de una noche de luna apagada. Los luceros pueblan la extensión completa de la bóveda celeste. Desde luego que impertérritos.
Temprano.
Se convierte en casi una costumbre de cada mañana observar el alrededor. Me impresiona esta tan fría de principios de abril que se me echa encima. Afuera, un cierzo de tierra adentro zascandilea entre almendros, algarrobos y olivos antes de converger en el mar. Luce el sol, tímido, casi sin pereza. Yo hace rato que me he sacudido la propia. La luz. ¡Ay la luz! La de hoy se asemeja a esa claridad secreta de la tarde que se abandona oblicua sobre la piel de una tierra colmada de cicatrices como barrancos.