El silencio pasa de paso. Sin huella consecuencia de ser callado por fuera. Puerta adentro y ya en la garganta, avanza lento.
De repente el sosiego llega para llamar a la puerta, se dirige a tu alma. También me choca, me encamina y acude a mi cita puntual como las horas.
Anduvo ligerito el tiempo sin concretar nada. Antes de llegar tú, antes no tuvieras que contar los minutos por no llegar exacta a la prórroga de esta tarde sin sol.
De un paso a tu huella, ¿quién puede llegar más lejos? Comprendo que únicamente este presente para renovarse. Aunque tampoco es seguro.
Así es como esperas la llegada del silencio cada crepúsculo: decidida a dejar de lado deseos e intereses del resto para conectar con tus anhelos más profundos. Así es como marca la hora tu esencia.
Es Viernes. Mediados del mes de diciembre. Paseo de Gracia.
Me fijo en una pareja que hay sentada en una de las terrazas del paseo. Él, abre un bostezo. Ella, lo cierra. No hablan. Tampoco miran nada en concreto; ni siquiera a sí mismos. Al menos eso es lo que me parece. Postradas sobre la mesa coexisten un par de consumiciones, copas medio llenas. No adivino a distinguir que contienen. No me la juego. ¿Para qué? Nada cambiaría acertar o errar. Me refiero a que el paseo seguiría donde está, ellos en su mesa y un servidor, nada más que un transeúnte, eso sí, por allí de paso.
Me contento. Es el crepúsculo y la exigua luz que no me permite adivinar. No le doy más importancia que la que tiene. Detrás de ellas, de las copas, su expresión. Mi opinión queda por delante con respecto a su posición. Me digo que debe de hacer tanto que se conocen que quizá es por ello que no hablan entre ellos y pierden la vista en el paseo. Tal vez lo saben todo uno del otro y de sí mismos, aunque hay aspectos que no conocemos…o no aceptamos. ¿O quizá tan solo un poco y es que el tiempo pasa factura? A saber. La compañía prolongada también conlleva sus servidumbres, o te creas. Me muevo y antes ya sabes hacia donde voy quiero decir. Y mira que yo no lo sé. He llegado a la conclusión que los demás saben más de mí. Bien, al menos eso es lo que me parece sin estar seguro. No hay razón para estarlo. Los demás suelen estarlo por mí. Para qué molestarse entonces.
En esas veo volar el tiempo. Que la navidad da otra vuelta por la ciudad. Con otras luces, claro. Pero las luces prenden el oscuro atardecer para engalanar el paseo como de costumbre.
Camino de vuelta a casa. Lo hago algo aturdido y a paso apresurado sin existir una razón que dé relato a mi ligereza, pues nadie me espera. Entonces razono que quizá mi amiga de siempre se encuentre en casa. Sombra es así de especial. Conoce bien que le dejo una llave bajo el felpudo. Suele ser interesante compartir con ella pensamientos. Le puedo hablar de todo. No rechista, en todo caso responde con argumentos. No se extraña de nada. Me corrige. No se enoja, y eso en ocasiones me saca de casillas. Pero también aprendo. Aprendo de ella sin nadie. Me perdona. La comprendo y rectifico.
De pronto la noche se hace densa, oscura, pesada como el plomo; tanto que me falta tiempo para volver a casa aunque escribo este apunte ya desde ella.
Deambulan las primeras sombras del alba. Los últimos luceros de la noche se apagan con la incipiente luz del amanecer.
Se abre un mutismo que se acerca a representar un matiz oscuro. Revienta la madrugada y pone en evidencia los últimos estertores del sueño. Unos ojos grandes y abiertos como platos níveos dejan atravesar sus pupilas por una luz residual.
El crepúsculo matutino empieza su camino a paso lento, dubitativo. La claridad lo conduce hasta el último cielo. Casi todo guarda una pátina de desconocido entonces.
Duda (el día) cuando entretanto dan las horas, pero se me da que le hace más humano; un humano vacilante porque vivir no cultiva nada de cierto.
Cambia. Todo muta: el día, la noche, absolutamente todo. Y al reflexionar sobre ello, a uno le sumerge en las oscuras aguas del alma que clarea al compartir la luz que aún arde dentro de su propia esencia.
Ciudad. Barcelona. La brisa invisible prende la danza de la hojarasca caduca sobre las losetas de la calle a esta hora efímera de la tarde. Libre de culpa, el después del mediodía se abre al cielo. Se inclina por establecerse a deshora entre destellos cetrinos y argentados. Hazes de luz que perforan la frondosidad ocre de plataneros ya caducos antes de estrellarse sobre la pálida acera y el atezado alquitrán del pavimento. Ahora, cuando la nube los rapta, todo parece reventar y volverse más gris.
A pesar de pisar la calle añoro mi casa, la compañía de mi sombra, el silencio y la complicidad de las palabras, en la misma medida que olvido y me siento estúpidamente contrariado, libre y contrariamente de todos y de nadie. Y de repente surge de la nada la pregunta: qué haré con el tiempo? O quizá mejor: qué hace el tiempo conmigo? A mi parecer pregunta más cabal. Entonces, leo entre las alas del viento de qué manera la soledad nos circunda.