

Escucho el murmullo del pequeño torrente. A su lado, las blancas cenizas de dos cuerpos alados tiñen de claro un lugar ya de por sí fulgente. Universo húmedo. Instante próximo a lo emotivo, a las plegarias, al recuerdo y al regato. Galope acuático que desciende serpenteando a la manera de un argentado arroyo sin fin. Golpe a la vez sólido y líquido. Arrebato luminiscente. Almas blancas.
Es un tiempo a la deriva en el que el jinete acuoso proporciona a los recovecos del recuerdo instantes postrados en el desván del olvido.
Muere la humedad más abajo. Pronto, el polvo de los que un día traspasaron reposa en las aguas del remanso bajo la luz auspiciosa de una mañana de primeros de marzo.
Antes, se deja sentir la grave pulsión de la nívea y fría ceniza en las manos que de repente se escapa entre los dedos para reposar en la exigua playa de arena y cantos rodados. Más alejado, otro recodo les da tregua durante el receso que se construye eterno. Un hilo de plata les perfora el alma y los une como perlas.
Es un instante en que todo sucede excepto el tiempo. Este se postra rendido y tendido sobre una tierra amable; inerte, como la misma muerte. Las lágrimas brotan de manera súbita de la cuenca de los ojos sin poder remediarlo. Tanto es su poder que se abren camino a la fuerza hacia abajo: surcan la epidermis de ambos pómulos, para enjugarlas la estepa blanca del pañuelo de hilo antes de llegar a su fin.
Ahora las reliquias son peregrinas. Vagan a capricho del agua y la tierra. Al fin son libertas las almas. Partículas del universo.