El tiempo sucede entre la mente, el corazón y el misterio. En ocasiones se torna rabión cuando desciende por el congosto de la realidad como consecuencia inmediata de la estrechez de miras de la existencia.
La tenue luz del crepúsculo vespertino, aún en camisa de dormir ésta, crece engendrada por silencios a veces quebrados por discretos sonidos que distraen, siquiera por un momento, el espíritu. Me recojo sin más en su naturaleza quieta y paro un discurso.
Quizá nada tenga sentido si no se lo damos. Ni siquiera la vida si te paras a pensar, claro. Pero con independencia de que se lo otorguemos todo sigue, sigue y sigue. Es un viaje de ida y vuelta donde uno se transforma y nada se detiene. Llegaré al mismo lugar pero nada será igual; mi cuerpo y mi alma tampoco. Y de repente ese “todo” que creo tan poco alterado, parece elevarse hasta lo más digno; y hasta llega a quebrar el vacío amenazando alborotar el reposo que corretea por dentro. No obstante el silencio y la quietud en toda su vasta extensión, vuelven como las ondulaciones del océano.
Mas la luz recién emergida, hija de la luna y el sol, calmada, alargará su labor hasta hacerse adulta al mediodía para después menguar. Prosperará y se hará a sí misma sin más siguiendo solo un arco, únicamente deteniéndose por un instante en su cenit. Y es cuando uno, animado en parte por esa voz grave de la mudez y la agudeza del vacío contemplativo, tiene un encuentro duro y blando a la par, como el de la arena y la roca con el mar. Y lo experimenta hasta que llega a ser suficiente para silenciar el chapoteo de la orilla un día de superficie espejada o encrespada por la monótona brisa.
Entonces suceden las horas, la olas vagabundas y las nubes nómadas, como una procesión sin limite, interminable e intermitente a pesar del contorno: esférico del reloj; plano y blando, el de la arena; duro y alto, el rocoso; o de vaporoso algodón, el de la nube.
Y es que todo perfil queda definido sin importar demasiado su esencia.
Se repite un amanecer propio de este litoral.
Todo está mudo en este mundo y en alma a esta hora tan temprana. Los colores emergen, entretanto el sol parece estar a flote sobre el confín que se perfila más allá de la escollera de levante.
En la cala de l’Alguer, mientras la población costera en donde se circunscribe bosteza, un alma camina sobre la arena y tallos de posidonia que se reparten por la orilla. Cumple con una costumbre.
En lo alto, unas casas bajas, encaladas y estáticas, parecen observar. Las hay más altas, que abren las balconadas hacia el mar, imitando a un ave pelágica al batir sus alas de persiana de lamas contra las paredes; dejan luego escapar el brillo resuelto de sus ojos, las lunas; y simbolizan los balcones picos, aunque cortos, igualmente angulosos.
Cerca, una suerte de vacío se abre bajo los saledizos suspendidos y altos de construcciones más recientes que coexisten igualmente con la ensenada. Lo hacen a modo de atalayas. No obstante, son gigantes aún ufanos y ociosos tras la primavera. O quizá los que moran extiendan el reposo desprovistos de horario. En todo se distingue la cicatriz del tiempo.
Aún así, la luz del sol mediterráneo, audaz e implacable, insola la fachada que devuelve como un frontón la pureza del blanco a los ojos.
El mar, aunque ondulado por el trasiego de ínfimas olas, causa impresión de fijeza. La superficie casi espejada, se manifiesta como cobalto enfriado y solidificado en el molde del fundidor bajo la luz primeriza.
Las aves, silenciosas ahora, unas por estar entregadas de manera inequívoca al asueto, permanecen posadas sobre la superficie del agua a modo de bajeles a la deriva; las otras, erguidas sobre sus patas, en las rocas y en la arena, expectantes. Sin embargo todas afines al colorido azul errante del agua, al irisado del fondo, al gris arraigado de la pétrea y estática escollera y como contrapunto, al fulgir dorado de la arena.
Las hay que de súbito, sin ninguna razón aparente, salvo quizá atraídas por un bocado, inesperadamente levantan el vuelo. Parecen, entonces, cortar el aliento matutino del paisaje.
Y es la prematura luz matinal dotada hoy de un cierto aire obsolescente, consecuencia de una calima, la que se apacigua con un destello un tanto esquivo sobre el mar.
Alguien, entregado al hábito de vagar por la pequeña ensenada sin hacer nada más en concreto que encontrarse con un viejo amigo: el tiempo, al que había perdido, se zambulle al poco en las aguas con afán, pero llevando la mirada antes a distinguir el desigual color de los guijarros que yacen sobre la orilla dorada velada en ocasiones por alfombras de posidonia.
La cala, en su frente, se abre hacia el horizonte balear; y en su espalda, traza una honda concavidad que se ataluda bajo el paseo. Delante de la bocana, pero ya en mar abierto, se distingue una marca: una boya de color amarillo.
El alma ya bracea con calma hacia ella. La alcanza tras un intervalo de tiempo incierto. Transcurrirá desigual para el observado y observador. Se amarra a la marca con facilidad pasmosa valiéndose de un brazo. El otro lo desplaza sutilmente entre dos aguas para procurarse equilibrio. Da una tregua al aliento así, amarrado. Parece una maniobra ensayada mil veces. De repente se suelta sin más.
Ya de vuelta a la playa repite el braceo con la cabeza medio sumergida.Toma una bocanada de aire entonces. Respira. La hunde. Luego, expira... Una y otra vez repite el mismo patrón. Se detiene. Observa. Con la vista a ras de agua como un náufrago y estático, se le antoja renovada la percepción de la misma realidad fondeada lejos. Inerte.
Y es que el mundo se ve distinto observándolo desde el mar. Y uno más pequeño, casi rozando la nada.