Pareix que s’atura el rellotge. Entretant l’eixida de sol succeeix. Clarejan els ulls plens de nit. Abasten amb escreix la grandària planetària de ma cambra. Llavors, esdevé un univers de mots alineats on fondeja cada paraula amb ancla passatgera paradoxalment al blanc sostre. “ Renoi, Què petit que sóc!”
No puc albirar aquella victòria de corsec.
Creix el dia, i s’amuntega hora rera hora per colapsar al seu fardell d’embolcall d’arpillera. S’escurça el temps. Muta. No sóc el mateix. I no era cert, més aviat minvava aquell desert fosc poblat de perles brillants com cossos celestes.
El darrer estel del crepuscle matutí, mandrós, queda eclipsat per la claror d’un temps ostatge: l’ara. Tanmateix present com emunyedis i regal alhora. Vist i no vist per fer-se costerut percebre-ho. El trenc d’alba ha sobreviscut res, amb celeritat ha esdevingut suspir, gemec. Al llindar d’un estertor de mort abans respir de vida. Dic que és un passavolant. Un batec. Malgrat tot la claror empeny. I la calor d’igual manera. La lluna s’arronsa. I la foscor, s’esvaeix. I es que si parem atenció tot és de la mida d’un instant. No hi ha més. Moment, més que mai.
Me dispongo a tomar el tren en la estación de las palabras. La llamo así porque hay una reputada librería cerca. Nuevamente el pedigrí eleva el valor de lo que sea, de los libros en este caso, hasta las alturas del esnobismo.
Agosta, y por lo tanto el clima, y ahora mismo la sutil brisa veraniega, es sofocante en la calle relegando la dureza del firme de las calzadas; y en las aceras, donde parecen estar clavadas las farolas y cavados los alcorques desde donde se yerguen los troncos de arboles, sucede que se funden las suelas de goma del calzado, y se soporta sobre los hombros, con rigurosa obligación, la canícula, y lo que daba por insoportable: la pesadez de los rayos de sol de media tarde que acuden como moscas sobre la dermis.
Uno se transforma en nada ni nadie bajo su rigor y aparenta, a lo mejor, renacer cuando alcanza la indulgencia del cobijo gris de cualquier sombra, sobretodo arbolada antes que edificada. Así que resuelvo que prefiero que
De nuevo, he seguido los pasos de los peregrinos hindúes y budistas que, desde la noche de los tiempos, remontan el valle del Marsyangdi a lo largo de la imponente barrera de los Annapurnas para cruzar el Thorong La (5.416 m) y luego descender al santuario de Muktinath en las inmensidades desérticas de Mustang. Cruzar un paso es siempre una experiencia espiritual intensa, que combina el desafío físico de perder el aliento con la promesa de un nuevo horizonte que se despliega ante nuestros ojos maravillados.
Muktinath es uno de los lugares más sagrados de Nepal, donde los hindúes acuden a venerar a Vishnu con la esperanza de ser liberados del samsara, el interminable ciclo de renacimientos que les ata al mundo. Antes de entrar en el pequeño templo, se purifican con agua de ciento ocho manantiales y se sumergen en dos piscinas heladas. La gloria del santuario fue cantada en el siglo VIII por Thirumangai Alvar, uno de los santos del país tamil, y en verano uno puede encontrarse con devotos que no han tenido miedo de recorrer los tres mil kilómetros que separan las abrasadoras llanuras del sur de la India de las vertiginosas cumbres del Himalaya.
Cerca del templo también hay monasterios tibetanos donde los budistas acuden a adorar a Avalokiteshvara, el Bodhisattva de la compasión infinita, con su mantra "Om mani padme hum" en los labios, describiendo con la imagen de la "joya en el corazón del loto" el despertar espiritual al que aspiran. En un intenso fervor religioso, el paisaje es impresionante. Al ritmo de los címbalos, las volutas de incienso vuelan en el viento, llevadas con gracia hacia la cara inmaculada del Dhaulagiri.