El salón se viste con la luz de las llamas. Más allá de su resplandor emana un crujido que desborda el cauce del silencio. Es consecuencia de la dilatación y contracción de la estufa de hierro.
Según que instantes el cuarto resulta oscuro, a intervalos luminoso, dependiendo eso del carácter de la lumbre y de la luz crepuscular. Ambas se aplican en querer sofocar la opacidad y la magia que barre a estas horas postreras del día la morada.
Ahora, de madrugada, con los sueños ya dormidos, interrumpidos solamente por el envite del amanecer, no ceso en observar la danza del espíritu. Una de las razones por la que suelto el lápiz y me libero de las palabras. La otra, la otra…quizá la estepa blanca, la nada; la hoja perdida.
Por poniente el sol aún prende la noche a medida que coquetea con la oscuridad. Concibe una suerte de contradicción lumínica, serena y sin pausa.
Entretanto ese fulgor se abre camino entre nubes plomizas, un postrero latigazo anaranjado aviva la lumbre de las lunas de las casas estableciendo un brillo iridiscente y absoluto.