Alargadas crines de espuma blanca parecen galopar sobre el lecho arenoso hacia las rocas. La mareta parece alzarse en el mismo confín del horizonte. Tras cada embestida al malecón lo cubre con un velo irisado de partículas acuosas. Alguien desde allí siente deseos de zarpar. Entonces recuerda imágenes con las que había soñado en la infancia: costas en lontananza, altas montañas, el cabo de las Tormentas… De repente, un rayo verde de sol que atraviesa las nubes inquietas resalta el perfil de una barquita a lo lejos, le llevan a abrazar el absurdo.
Te escribo cuando empieza a declinar el sol. Todavía envuelto con la luz primitiva que asalta la solemnidad de la habitación que me cobijará, como un privilegiado más, lo que dure la nocturnidad de hoy en Bielsa.
Decirte que he dormido poco durante estos días y eso a pesar del cansancio. No sé si tiene que ver contigo. Cabe la posibilidad. Quizá un signo que me alertaba.
Pero en absoluto te escribo para hablarte de ello. Más bien mi retórica persigue hacer más humana la carta, aun a costa de robarte algo de tu tiempo celestial.
Doy rodeos y no encuentro la manera de ir al grano, por donde empezar a escribirte me refiero, ni el motivo por el que tengo el adverbio de negación “no” tan a mano, aunque bien mirado te imaginaba en mis brazos dentro de poco. Se hubieran hecho largos los meses, desde luego, pero más extraño será ahora que no estás mi pequeño mundo. Eso sí, me queda el consuelo de mecerte en mis pensamientos.