

La ciudad se desentiende de la noche y por puro milagro la mañana despierta sueños de alcoba y almohada.
Salí de casa a esa hora que la claridad aún es mortecina, aunque alumna aventajada del primer sol, cuando se prepara para el primer asalto.
Prescindí de su abrazo para dejarme agarrar por la picardía de la calle. A un acostumbrado nunca le está de más y le queda a medida la novedad. Confieso que me sedujo de repente.
Entre tanto se daba ese asedio que fusiona el sentimiento con el paisaje urbano, tropezó con la ciudad rendida y arrodillada sobre el enlosado del paseo de Gracia a la manera de una avenida rota, de lunas quebradas y de escaparates opacos, por continuar a la defensiva de la eventual violencia quijotesca sirviéndose de tablas de madera y marcos de hierro a modo de escudo de Sancho Panza, y en nombre del manifestado descontento social, porque el mal es el único bien que se hereda sin impuestos que lo minoren y, en consecuencia, se le atribuye un destino tan fácil como débil y, además, decidido de antemano, y este acostumbra a echar sobre lo ajeno como burda expresión.
Poco después, acallando el jaleo intrínseco de toda ciudad que se cree cosmopolita, sintiendo la tentación por el colorido de sus prisas y por las ganas de fundirme en la nostalgia venida a menos de aquellos días adolescentes, descendí sin menoscabo alguno a través de sus fauces, por las escaleras de la estación de Provenza.
Afuera la ciudad se desentiende de la noche por puro milagro. De manera parecida preferiría no ser nadie que no soy, ni siquiera aquel que imagino ser.
Creo recordar que: Platón y Aristóteles aseguraron que la demagogia puede facilitar la instauración de un régimen autoritario adulando al pueblo, que elimine a toda alternativa en una democracia. Más tarde Montesquieu en su tratado, Espíritu de las leyes (1748), que cuando los poderes se encuentran reunidos en una misma persona o corporación no se darán condiciones para la libertad, “porque es de temer que el monarca o el senado hagan leyes ‘tiránicas’ para ejecutarlas del mismo modo”
El demagogo suele creerse (a parte de sus propias mentiras) dotado de la suficiente autoridad moral para interpretar los intereses del votante a su manera, estableciendo una tiranía o dictadura personal, para lo que secuestra el poder que el elector le ha concedido. Lo practica de una manera tan burda como sagaz. Paradójicamente y con frecuencia, las dictaduras se erigen arguyendo que lo hacen para terminar con la demagogia (y de paso con la democracia y separación de poderes) por el bien de “todos”.
Pero la democracia moderna, entendida como un sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho de este a escoger y controlar a sus gobernantes, en su mayoría se convierten en una suerte de feudos demagógicos representadas por idénticos, que utilizan a su favor ( por ser alumnos aventajados en el arte del engaño y hábiles para renovarse en el poder): las técnicas publicitarias y de marketing; la personalización de las candidaturas; la manipulación de los medios de comunicación de masas, y el nada despreciable recurso sistemático de la oratoria polarizante, tan absoluta como ambigua: “bien-mal”, “desarrollo-atraso”, “honestidad-corrupción”, “ricos-pobres”, “guerra-operación militar especial”… O a conceptos imprecisos como: "la seguridad", "la justicia", "la paz", “la unión”, “la mayoría”.
El demagogo necesariamente no conduce a las masas hacia la revolución (evolución), sino que mejor las instrumentaliza para sus propios ideales y provecho una vez obtenida. No hacia un proceso de democratización, de transformación o mejora del sistema sociopolítico, sino a la instauración de un régimen autoritario y coercitivo del que se convertirá la autoridad indiscutible. Llegados aquí los mecanismos represivos se acentúan en lugar de disminuir, segando la nueva consciencia individual y colectiva que pueda brotar. La intensidad de la siega dependerá: del miedo a oponerse por poder ser represaliado, del grado de fortaleza de la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) que ostente y, por ende, del grado de libertad de la sociedad que se trate.
Mediados de mayo. De la hoja de calendario cae de nuevo un domingo. Refresca. Es obra de un peculiar mistral que hurga hasta debajo de la alfombra. Hoy, aun así, no resulta especialmente insoportable coexistir con él, aunque resulte una especie de penitencia transigir su azote.
Debo de confesar que hoy el sol luce con todo su esplendor y se me antoja que el cielo es de un perfecto azul sin mácula, casi divino.
No existe más que un fingido silencio que corretea por la casa; un sosiego interior en perfecta comunión con la nada. Afuera, a lo sumo, se tejen entre sí ruidos espaciados por vacíos generados por el viento. Crecen, estos, inaudibles, pero surgen con voluntad y voz propia.
Al otro lado de los cristales no existe nada más que movimiento quieto, luz, viento, y un sol que ya emergido desde la misma línea del horizonte hace horas va alcanzando su cenit.
Se convierte en toda una experiencia intentar gobernar la nave a través de un mar arbolado por el efecto de una soliviantada galerna. En mar abierto no existe la protección del malecón que aplaque las olas ni que haga de pantalla al viento. Únicamente el asilo de cuanto está en las manos y en el pensamiento de uno y el asalto de las ondas sumado al azote del ventarrón. Uno otea el horizonte y no ve nada más que oleaje y espuma arrancada de las mismas crestas volar. Se siente exhausto aunque entero todavía. El timón de poco sirve, tan fuerte es la mar...
El velero: la vida, deriva, escora, se va de orzada y se endereza como un tentetieso pasado el embate oceánico para volver a retomar un rumbo; el que sea. Los ojos escuecen por efecto de la salitre del agua y enrojecen a medida que pasan las horas. ¡Y como pasan de rápido y de lento! Tanto es así, que le resulta imposible describir la sensación, esa dualidad. Y si lo intenta el alma acaba por llagarse como consecuencia de la erosión que dejan los pensamientos: cascadas gigantes, luces y sombras, contra la piel fina del alma.
La luz adquiere un ritmo dorado y cansino. Las sombras se alargan modelando gigantes altos y delgados como contrapuntos a zonas que permanecen todavía iluminadas. Es la hora en que mutan los colores hacia escalas cromáticas diferentes otorgando un tono distinto al mismo lienzo.
La brisa parece zarandear las sombras aunque me digo que ese es solo su resultado, lo que en realidad agita son los arbustos.
El silencio no cesa en dejarse sentir. Opino que más fuerte que el de la mañana cuando algún aparcero grita ordenes para hacerse creer aquí y allá en fincas colindantes. Son voces tan sutiles y extraordinarias que me acompañan a ratos de solemnidad en este espacio vital casi desierto.
El sol declina a pocos, es cierto, pero mengua con contundencia conforme transcurre la tarde. Las aves son referencia viva que ilustran de movimiento la aislada quietud de la tierra. En el cielo nada, ni siquiera una nube. Luz, azul y poco más.
De nuevo brota el tictac del reloj que destaca en medio del silencio casi sepulcral del interior de la casa labriega.
En termes generals només ens interessa conèixer la vida dels que titllem d’ il·lustres, importants o mediàtics. És la servitud que té viatjar amb bitllet de tercera com el que emprem la gran majoria que, per un altre banda, tot i ser més nombrosa, paradoxalment ningú en parla; perquè si no m’erro, a ningú l’importem per la condició d’ésser quasi “un no ningú”. Arribats fins aquí valoro que: pot ser hi ha certa dosi de cinisme en tot plegat i, fins i tot, sorpren el doble raser de mesurar que utilitzen quan parlen de drets i obligacions. Però ja sabem que la perspectiva regala visions sobre el mateix diferents.
Desde luego que las cosas no son como aparentan ser, pero tampoco se alejan de lo que son.
Existe inquietud, de hecho coexiste con nosotros desde hace cierto tiempo. Quiero decir que se ha hecho más densa porque de estar, siempre ha estado aquí.
En consecuencia la sociedad anda confusa y crispada, y nosotros no dejamos de ser átomos que conforman su universo de igual modo. Hoy, sobre la sociedad, y por extensión nosotros, me atrevería a opinar que tiene la piel más fina que nunca. Unos más que otros, de eso no hay duda. Se lo adivino en el rostro que le viene marcado por un rictus crispado más acentuado que nunca.
Camina rígida y acomplejada; altiva y orgullosa a la vez que colmada de miedo. Tu, con rojo corazón y paso firme aunque se te vuele el globo colorado de las manos como en la imagen que encabeza el post. Cerca, esas son las palabras que quizá mejor se ajustan para describir de manera sintética el contexto actual. Entonces, desvalidos y escasos de recursos de autoestima hay quienes llegan con facilidad pasmosa al insulto, al maltrato, a la agresión, al oprobio, a la contradicción, al
Escucho el murmullo del pequeño torrente. A su lado, las blancas cenizas de dos cuerpos alados tiñen de claro un lugar ya de por sí fulgente. Universo húmedo. Instante próximo a lo emotivo, a las plegarias, al recuerdo y al regato. Galope acuático que desciende serpenteando a la manera de un argentado arroyo sin fin. Golpe a la vez sólido y líquido. Arrebato luminiscente. Almas blancas.
Es un tiempo a la deriva en el que el jinete acuoso proporciona a los recovecos del recuerdo instantes postrados en el desván del olvido.
Muere la humedad más abajo. Pronto, el polvo de los que un día traspasaron reposa en las aguas del remanso bajo la luz auspiciosa de una mañana de primeros de marzo.
Antes, se deja sentir la grave pulsión de la nívea y fría ceniza en las manos que de repente se escapa entre los dedos para reposar en la exigua playa de arena y cantos rodados. Más alejado, otro recodo les da tregua durante el receso que se construye eterno. Un hilo de plata les perfora el alma y los une como perlas.
Es un instante en que todo sucede excepto el tiempo. Este se postra rendido y tendido sobre una tierra amable; inerte, como la misma muerte. Las lágrimas brotan de manera súbita de la cuenca de los ojos sin poder remediarlo. Tanto es su poder que se abren camino a la fuerza hacia abajo: surcan la epidermis de ambos pómulos, para enjugarlas la estepa blanca del pañuelo de hilo antes de llegar a su fin.
Ahora las reliquias son peregrinas. Vagan a capricho del agua y la tierra. Al fin son libertas las almas. Partículas del universo.
Sol limpio. Viento apagado. Mutismo inmóvil. Silencio encendido. Mañana pacífica. Vinito claro.
Ahora, el sol entibia afectos y pasiones. Reconforta. Templa el espíritu.
En este instante , todo se confunde con el color de la calma. Incluso el alma.
Nota fluir por las venas el primer fuego. Primero esculpe su deje amable en la piel; al poco, socarra hasta el espíritu.
Se acerca el tiempo. Entretanto las horas zarpan para volver quizá diferentes algún día a la manera de las olas.
Sombras de gigantes arbóreos tiñen de oscuro la alfombra del suelo áspero. El gorjeo de las aves toma refugio entre el verde follaje de ramas originadas en tallos leñosos y elevados.
No existe más reloj que los latidos del corazón; ni más pensamientos que la callada pausa entre uno y otro. Ni más puntualidad que la del tiempo.
El címbalo comienza a volar alto, no en su cenit, aunque ya unta con insolencia la piel.
Por Ti sé que hay un lugar solitario al que pertenezco,
hacia donde puedo girar siempre que quiera la mirada porque tus ojos me aguardan.
Imagino que existe un motivo por el que asumo estar en silencio,
donde al parecer el pensamiento se aparta para acomodarse en su espacio.
Es el lugar donde percibo, al sentarme, de qué manera me torno sereno y el tiempo discurre tranquilo por las venas.
Pero por algún misterio que no alcanzo te encuentro allí, siempre a mi lado, sentado, callado.
Quizá por ser la única esperanza a mano cuando todo se torna materia oscura
y nada parece transcurrir como uno quisiera.
Pero todo acaba pasando de largo,
todo y suele dejar un poso.
Y es que en ese lugar no encuentro nada a lo que vencer al disiparse la batalla: ni explicaciones, ni razones.
Entonces me parece descubrir el motivo por el que anhelo sentarme solo y en silencio: nada.
Y Tu Sigues sentado a mi lado entre tanto la mente reposa en calma.
No, nada, que sigo siendo un nómada, lector. Ante Dios posiblemente una clase de peregrino sin hospital que le preste refugio durante el viaje y, consecuentemente, obligado a soportar las inclemencias de la odisea de la existencia. Nada me diferencia, aunque la manera de pensar, que no el pensamiento, me muestre como un extraño, incluso quizá como un apátrida ante ti. Pero lo pérfido suele ser lo que hay detrás de la idea, no en el acto intelectual de la reflexión.
Ulises ya perdió en su Odisea a todos los compañeros antes de llegar a Ítaca para casarse con Penélope y de antemano, por eso, acabar con todos sus pretendientes de la isla que lo daban por muerto.
Uno siempre ha creído vivir en un mundo aparte que no tiene porque ser muy diferente. Ello le ha llevado a distanciarse cuanto ha podido de lo social, de todo ese ruido, de toda esa incongruencia derivada, en mi opinión, de la percepción constante de estar absorbido por el circo de un mundo mediático que atenta constantemente contra la inteligencia.
El caso es que me fugué en cuanto pude de su abrazo porque creía estar perdiendo el tiempo en la medida que uno se pierde. Y el tiempo es de los pocos bienes que no se pueden comprar, ni tampoco guardar para más tarde porque es perecedero.
Nunca hubiera dicho que tiene tanta fuerza el silencio. Y mira que hasta es posible que su voz sea más potente que la de la más feroz de las galernas cuando muestra su soberbia.
Su tono apretado ordena el alma o te trae la locura. Despierta miedos, barre inquietudes antes ocultas, y te trae de vuelta esa pausa muda. Entonces surge el dialogo interno; después llega la calma. Suele existir, casi siempre, una fisura por donde se cuela la esperanza.
Cierro la mirada y le convido a tomar un café pero a condición de que marche.
He salido de la casa para despedirle. Noto un ventarrón no tan comedido como poco después de mediodía. Todo lo contrario, ahora es puro enojo. Sostiene su aliento de forma inversa que la luz menguante del atardecer. Esta se me hace más dulce, más manejable, más serena, como la de la dulce madrugada. No es tan extraño, aunque uno se extraña de cuanto sucede a su alrededor. Luz. Soledad. Silencio. Soplo. Silbido. Sombra. Cambio. Pero el viento... ¡Ay el viento! Nunca viene solo.
Irrumpo en el interior de la casa. Me recojo en el cuarto ante mi escritorio y llevo la mirada hacia fuera otra vez. Descubro unas nubes espesas sobre la sierra. Se me antoja ahora próxima al ventanal que da a un jardín todavía incipiente. Entretanto, todo un mundo de olivos y algarrobos arrollan el cielo.
Me digo que en parte soy afortunado, y de otra que tengo suerte sin jugar a los dados, tan solo existiendo, porque todo un mundo sucede en el interior de lo que refugia el azar.
Hoy, día uno de enero, acostumbra a ser uno de esos momentos introspectivos del año. Es una ocasión que se espera poco de nosotros los mortales, a lo mejor que seamos capaces de mantenernos en pie para sentarnos a la mesa después de la resaca o excesos de la noche, pero poca cosa más.
Puede llegar a ser también uno de esos días en que alguien, solo, o poco acompañado, da cuenta de las sobras de la noche anterior en el desayuno, para seguir dormitando después; come también excesos y cena lo mismo del mediodía. A lo mejor echando entre colación y colación una cabezadita, forzada por las consecuencias de la experiencia, hasta bien entrada la tarde.
Un silencio solo consumido apenas por una luz evanescente, salpica la tarde por completo.
La mudez me habla y comparto con ella mi esencia. Mi alma calla por mí para sumergirse en un soliloquio contemplativo.
La quietud me envuelve. Escucho el silencio. Permanezco ciego, sordo y mudo con él entretanto escucho, veo y hablo con el vacío.
No hay nada más grande ni más ínfimo que resucite la vida.